La oración como intimidad

Puedo darme cuenta de que Dios es el Tú que realiza mi anhelo más profundo de amor cuando experimento la oración como el lugar de la intimidad. Le digo a Dios lo que le diría solamente   a   la persona amada, con palabras que salen de lo más íntimo del corazón, que, quizás, para los demás resulten infantiles o ridículas. Ante los demás, me sentiría, con toda seguridad, incómodo. Deben ser palabras del anhelo y del amor, más íntimos, que requieren el espacio protegido de la oración. Si le digo a Dios realmente aquello que anhelo en lo más íntimo de mi ser y aquello que conmueve realmente mi corazón, entonces algo se enciende en mí. Algo fluye en mi corazón. Se despierta la calidez en torno a mi corazón y experimento a Dios como la persona con quien puedo desahogarme y con quien puedo ser quien realmente soy.

Con Él me siento en casa, tal como se siente un hombre con su mujer. El asunto de lograr el celibato es, para mí, la búsqueda de mi verdadero hogar. ¿Dónde me siento en mi hogar? ¿Allí donde me he instalado? ¿Allí donde hay personas agradables con quienes puedo conversar? ¿O me siento realmente en casa junto a Dios? Se logra el celibato cuando me siento realmente en casa con Dios. Sólo donde habita el misterio, puedo estar en casa. Pero también puedo sentirme en casa cuando, en la convivencia con las personas, percibo algo del misterio que nos sobreviene a ambos. La oración es, para mí, el lugar donde me conecto con el misterio de Dios. A este Dios puedo decirle todo lo que me conmueve. Me siento comprendido. Y este Dios es a quien se dirige mi anhelo más íntimo. La amistad con las personas que me emocionan más que mi amor a Dios puede servirme para rezar más intensamente. Me adentro en los sentimientos de la amistad y los atravieso y, en el fondo de los sentimientos, percibo algo de mi anhelo más íntimo del Dios que me ama.

A. G.