Huellas indelebles

Hay otro pensamiento, que para mí es muy importante cuando pienso en la muerte. Quisiera dejar huellas de mi amor en este mundo. Huellas que perduren y que indiquen el camino. Huellas que otros puedan seguir.

Cuando Jesús supo que la hora de su muerte había llegado, les demostró a sus discípulos, una vez más, su amor de una forma impresionante. Juan describe esta última huella de su amor diciendo: “Jesús, por su parte, sabía que el Padre había puesto todas las cosas en sus manos, y que había salido de Dios y que a Dios volvía. Entonces, se levantó de la mesa, se quitó el manto y se ató una toalla a la cintura” (Jn 13, 3 y ss). Les lavó los pies a sus discípulos: ésta es una muestra de su amor que se desprende de todo. En este amor, llega justamente, a las zonas sucias y heridas de la persona, a sus pies, a su tendón de Aquiles. Jesús se convierte en el servidor de sus discípulos y expresa, con este gesto del lavado de los pies, aquello que caracterizó toda su vida: que de Dios había salido para solidarizarse con las personas, para curarles las heridas y para llegar, en la cruz, a las heridas más profundas que tengan, a la herida incurable de la muerte. Con esta actitud simbólica, Jesús sintetiza, pues, lo que Él ha querido con su vida. En ella, la huella de su amor ha quedado grabada profundamente en este mundo. Nadie podrá pasar por alto esta huella. Y esta huella ha movilizado a muchedumbres para que sigan la huella de este amor que cura.

A. G.