
La práctica de la compasión consciente empieza por ser gentiles para con el propio dolor. Y es necesario decir que en Occidente no nos han enseñado a ser amables con quienes somos, a auto criarnos, a tenernos tierna paciencia ante lo aún no evolucionado, ante nuestros yerros y omisiones. Pero hoy quisiera enfocarme en otro aspecto de este tema…
Y se trata de esto: habrá que ser muy sagaces para observar cuándo nos resbalamos hacia un terreno pantanoso que se le parece… pero que NO ES. Me refiero a la LÁSTIMA DE SÍ. Tenerse lástima es extender sin fecha de vencimiento dolores que podrían haber caducado hace ya mucho tiempo; también lo es disfrazar de dolor legítimo, la superficial heridita, y fundamentar en ella nuestra importancia personal; manipularla íntimamente hasta que se convierta en eje de un drama cuyo guión suscribimos: en él nos vemos como víctimas épicas que hemos sufrido como nadie. Y sucede que así uno se vuelve dos cosas: denso para sí mismo (dañándose de manera muy poco compasiva)… ¡e insufrible para los demás por voto unánime!
Y cuidado: la lástima de sí no siempre se expresa en palabras; se evidencia apenas mediante suspiros, una postura corporal, un lánguido tono de voz que sólo sugiere cuánto sufrimos… ¡Es que ser mártir de sí mismo cuesta mucho trabajo! Y, para colmo, a veces estamos tan apegados a esa condición que si algo pudiese sacarnos de ella… nos aferraríamos penosamente, resistiéndonos a cualquier ayuda que «amenace con liberarnos».
Estar atentos a lo que nos decimos cuando nos vamos sumergiendo en el pantano de la autocompasión malsana es VITAL: verlo… ¡y no comprarlo! Como si escucháramos desde la calle el pregón de alguien que vende alguna cosa que nosotros NO DESEAMOS COMPRAR. No es batallar contra esos pensamientos: es DESIDENTIFICARNOS DE ELLOS, y RETIRARLES NUESTRA CREDIBILIDAD.
Pero SI NOS DAMOS CUENTA… el cambio de actitud puede tomar sólo un instante: levantar el rostro, alzar el pecho, hablar con el vigor que da la dignidad, mirar a los ojos al otro, e internamente poner en contexto la heridita para devolverla a su modesta dimensión. El contexto está hecho de nuestros propios dolores legítimos, padecidos y superados… está hecho del inconmensurable dolor de tantos seres sintientes… Y también está hecho de la maravilla que nos rodea: la justa valoración de todo lo que sí hay, sí somos, sí podemos.
En ese proceso uno ASIENTE A SU DOLOR: grande o pequeño en su dimensión genuina, LE DA ESPACIO PARA DUELARLO. Y sabe que ese dolor duele mucho porque es propio, pero ya no se siente aparte de la “gente feliz”, como veía a quienes le rodeaban: al abrirse a los demás, va constatando que a cada uno le toca su porción de dolor en este plano de la realidad (dolor con frecuencia insospechado por nosotros). Y se produce un salto radical: desde el “yo sufro” a “nosotros sufrimos”. Allí la soledad del sufriente se convierte en lo que en la Psicología Budista se llama Humanidad Compartida.
Entonces se nos acomoda en otro espacio el drama contundente que ya fue, y le damos otro alojamiento (o lo desalojamos) al drama imaginario, exagerado, que artesanalmente modelamos para nuestra identidad sufridora: nos autoliberamos, abriendo desde adentro esa prescindible jaula que es la lástima de sí.
Virginia Gawel *
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