
El mundo en el que vivimos es muy dado a las comparaciones. Desde pequeños nos comparan con otros niños y conscientes o no, se van comparando nuestra forma de ser y de actuar.
La competitividad también nos obliga a comparar nuestras acciones y nuestra vida con la de los demás.
La publicidad y los medios de comunicación también nos ofrecen modelos sociales que nos obligan a estar continuamente comparándonos con los que nos rodean.
Frente a estas situaciones lo mejor que podemos hacer es compararnos con nosotros mismos. Preguntémonos cómo estábamos el año pasado por esta fecha y cómo estamos ahora.
– Aprendamos a aceptar las diferencias personales. Cada persona es única y diferente. Siempre habrá personas con mejores y peores cualidades que nosotros.
– Aprendamos a disfrutar de las diferencias que poseemos e intentemos aprender de las de los demás.
– Busquemos en nosotros mismos qué aspectos podemos mejorar y hacer crecer. Seguro que tenemos más de una cualidad dormida esperando a salir.
– Desarrollemos nuestra autoestima a partir de nuestros propios valores y nuestra propia valía.
– A pesar de que no nos comparemos con nadie no debemos olvidar que sí debemos ver nuestros fallos, limitaciones y debilidades para superarlas.
No son convenientes las comparaciones que nos vayan a producir complejos, envidias, rechazo interior por nuestra parte. Esa comparación no es fruto de las ganas de crecer sino de la no aceptación personal. Tenemos que compararnos para crecer, no para hundirnos más en nuestra propia mediocridad.
Sin embargo, hay comparaciones que son válidas y útiles. Esto ocurre cuando tenemos una persona que nos sirve de modelo a seguir, siempre y cuando no menoscabe nuestra autoestima y tengamos claro en todo momento que, si bien en esa faceta es superior a nosotros, en algunas otras, somos distintos y quizá mejores que ella.
Pídele al Señor crecer en la fe y crecer como persona.