
San Juan de la Cruz, en la llama de amor viva, compara nuestro ser anterior al Adviento con maderos verdes arrojados al fuego, el fuego del amor. Como sabemos, los maderos verdes no arden de inmediato; como son jóvenes y están llenos de humedad, chisporrotean por largo rato antes de encenderse y atraer hacia ellos el fuego de alrededor. Así trabaja también el ritmo del amor: sólo los verdaderamente maduros arden en llamas dentro de la comunidad. El resto de nosotros somos todavía demasiado verdes, demasiado egoístas, demasiado húmedos.
Lo que ayuda a cambiar eso es precisamente la tensión en nuestra vida. Si llevamos delante de manera adecuada nuestros deseos insatisfechos, chisporroteamos y nos deshacemos lentamente de la humedad del egoísmo. Con nuestra tensión, alcanzamos la temperatura necesaria para arder y quedamos listos para el amor.
Pierre Teilhard de Chardin, sacerdote y científico jesuita, observó que algunas veces dos sustancias químicas colocadas en un mismo tubo de ensayo no se unen automáticamente; sólo lo hacen a temperaturas altas. Para lograr la unidad, primero es necesario calentarlas. En esa imagen encontramos una completa antropología y psicología del amor.
Para poder amar, es necesario que primero alcancemos una alta temperatura síquica. ¿Y cómo la conseguimos? Mediante el chisporroteo que produce la tensión: sin resolver las tensiones de nuestra vida de forma prematura.
No debemos confundir el Adviento con la Cuaresma. El morado carmesí del Adviento no es el morado oscuro de la Cuaresma. El primero simboliza la añoranza y el anhelo; el segundo, arrepentimiento.
La espiritualidad del Adviento nos habla de llevar nuestra tensión sin resolverla prematuramente, de modo que no provoquemos un cortocircuito en la plenitud que deviene cuando respetamos los ritmos del amor. La unidad se alcanzará sólo cuando haya suficiente calor. Dar a luz lo divino requiere la lenta paciencia de la gestación. Es necesario aguardar lo sublime. Eso, en definitiva, es el Adviento.
Ronald Rolheiser, omi