
Para poder encontrar a Dios, deberé primero encontrarme a mí mismo. Deberé estar primero conmigo. Y normalmente, no lo hago. Pues si me observo, descubriré que mis pensamientos van y vienen, que estoy en cualquier otro lugar con mis pensamientos, menos conmigo. No tengo contacto conmigo, los pensamientos me sacan de mí y me llevan a otra parte. No soy yo quien piensa, sino que algo piensa en mí, los pensamientos se independizan, recubren mi yo propiamente dicho. El primer acto de esta oración es que entro en contacto, por primera vez, conmigo mismo. Es lo que nos enseñaron los Padres de la Iglesia y los primeros monjes.
La oración no es una huida piadosa de mí mismo, es, antes que nada, un encuentro sincero y despiadado. Así, dice Evagrio Póntico: “Quieres conocer a Dios; conócete a ti mismo”. No se trata de hacer psicología de la fe, sino de una premisa necesaria de la oración. Si huyo con palabras o sentimientos piadosos, la oración no me conducirá a Dios, sino que me llevará por vastas zonas de mi fantasía. Debo primero escuchar sinceramente lo que hay dentro de mí. En el encuentro con Dios debo encontrarme a mí mismo. En este sentido, no podemos decir qué sucede primero: si el encuentro con nosotros mismos como premisa para el encuentro con Dios o el encuentro con Dios como premisa para el encuentro con nosotros mismos. Ambos se condicionan mutuamente y se profundizan entre sí.
A. G.