
En cuanto al amor al enemigo, no se trata de creerse mejores que aquellos a quienes consideramos nuestros enemigos. Eso sería un amor arrogante que en realidad condena juzga al prójimo. Estaríamos concibiendo nuestro amor como una obra de bien con la cual obsequiamos al otro en virtud de nuestra gran misericordia y longanimidad. Y si el otro rechazase ese amor, nos sentiríamos ofendidos o bien acabaríamos reafirmándonos en la rectitud de nuestra condena.
Otro equívoco en este punto del amor al enemigo consiste en pensar que podemos practicarlo por nuestras propias fuerzas; que sólo basta cumplir con gran consecuencia el mandamiento de Cristo. Sin embargo, demasiado a menudo se tiene la experiencia de que personas particularmente piadosas que dicen amar a sus enemigos nos resultan agresivas, frías, duras de corazón y, de alguna manera, poco humanas. Si nos proponemos firmemente ser amables con todos los hombres porque Cristo así lo dice, hemos de reprimir todos nuestros sentimientos negativos que están también en nosotros. Pero, por debajo de ese amor cristiano al prójimo, los sentimientos reprimidos continúan bullendo y se manifiestan en forma de malhumor, frialdad de sentimientos, susceptibilidad y dureza de corazón farisaica. De pura virtuosidad no advertimos en absoluto cómo nuestros afectos burlan nuestra vigilancia. C. G. Jung habla del “conocido malhumor e irritabilidad de los demasiado virtuosos”. El amor al enemigo del que hace gala un “virtuoso” no es capaz de ganarse al enemigo, sino que sólo genera más agresión en él, ya que al enemigo tanta virtud le parece sospechosa y advierte el rechazo hacia su persona que se esconde detrás de ella. ¿Cómo es posible entonces amar al enemigo? Podemos amar al enemigo como Cristo lo exige de nosotros sólo si nosotros mismos nos dejamos abrazar y transformar por el amor de Cristo y si nos hacemos permeables al amor de Cristo.
A. G.